El bandolerismo en los campos tuvo su auge durante el reinado de Fernando VII, a raíz de la guerra contra los franceses. En un principio, los bandoleros eran considerados como verdaderos héroes. Sin embargo, como siempre estaban metidos en reyertas, intentando luchar contra los soldados de Bonaparte y, la mayoría de las veces escasos de comidas, se tiraron al campo con el fin de conseguir alimentos y estar a resguardo para salir indemnes de la refriega y conservar el pellejo.
Corría el año 1838 cuando entre los caminos que unían la huerta murciana con Cartagena, una banda de salteadores de caminos se hizo tristemente famosa por el terror que causaban entre los viajeros.
Se trataba de la banda de Agustín Hilario, natural de Torreagüera, y a sus seguidores Agustín Peñas Buso, Diego Muñoz Carreta y El Rojo de Totana
Agustín seguía los pasos de quien para él fue el mejor en este “oficio” de asaltar caminantes, que no fue otro que Juan Pelegrín, el Mozo, natural de Algezares.
Algezares era conocido desde siglos atrás por ser un lugar de retiro espiritual gracias a su geografía, pues hasta la Santa Inquisición llamaba al lugar la “Villa de las Cuevas”, por la gran cantidad de ermitaños que vivían en su término municipal. También de aquí era la Virgen de la Fuensanta, quien en 1694 desplazó a la Virgen de la Arrixaca en ser patrona de Murcia.
La población de la zona vivía de los yesos y el comercio de arrieros. Harto decir que no todos los huertanos eran trabajadores y religiosos, sino que un porcentaje importante de la población se dedicó al contrabando o al bandolerismo, sobre todo los que marcharon a la sierra.
De Juan Pelegrín, el Mozo apenas hay referencias sobre su detención y muerte. Se tiene constancia de que la madrugada del 12 de noviembre de 1818, una banda organizada asaltó a varios viajeros en la rambla de Serrano, en el puerto de El Garruchal, según levantó acta el Secretario Mayor del Ayuntamiento de Murcia, Agustín Fernández Costa, en octubre de 1819. Según el relato de los hechos, Juan Tovar, mayordomo del marqués de Campillo, salió de Las Cañadas en compañía de Ginés Guillén, su hija, Diego Avilés y una vecina cuyo nombre no sabía el declarante, a lomos de burra.
El cabeza de grupo que iba provisto de escopeta, se la dejó un momento a la mencionada mujer para encenderse un cigarro y en ese preciso momento se vieron de improviso rodeados por una gavilla bien armada.
Los bandoleros los apartaron del camino para ocultarse a la vista de otros posibles transeúntes y les obligaron a tenderse boca abajo en el suelo, los ataron e inmediatamente se dispusieron a registrarlos a fondo y robarles cuantas pertenencias llevaban encima. Al tal Juan Tovar le quitaron siete u ocho duros; a Ginés Guillén de once a doce duros; a las mujeres fueron seis cuartos, un bollo, la capa, una manta y un lienzo blanco. Además se llevaron la escopeta y una navaja. Marcharon tranquilos dejando a sus víctimas de esa guisa y a su suerte, sin embargo, fueron reconocidos y denunciados lo que acarreó las oportunas investigaciones, persecución y por último su captura.
A Juan Pelegrín, el Mozo se le encerró en las Reales Cárceles y su condena fue de seis años de presidio en Ceuta.