EL ESCRITOR CAMPESINO

En 2012 publicaba que algunos estudios provenientes de alguna prestigiosa universidad americana, que comentaba que en la década de los años 20 y más, habría más escritores que lectores. La puesta en marcha de las redes sociales, el auge de los textos cortos y la necesidad de alimentar al Gran Hermano provocarían un enorme auge de literatura en cualquiera de sus ámbitos.

Sólo en 2022, y sólo en España, se publicaron más libros que el año anterior. La facturación subió por encima de los 2.700 millones de euros, sin contar los libros independientes que salieron a la luz dentro del fenómeno de la autoedición. Los libros en digital tan sólo representaron el 30% y su negocio apenas rondó el 5% del total facturado. Pero apenas un porcentaje muy bajo de escritores puede permitirse vivir de los derechos de autor.

Indudablemente las librerías están llenas y la vida media de un libro en ellas no pasa de un mes. Hoy día apenas unos pocos rondan los 100.000 ejemplares vendidos y, escasamente, algunos otros pasan de dicha cifra. Si un novelista vende entre 1.000 y 3.000 ejemplares de una novela, sabe que la editorial le editará la próxima, pero con los royalties apenas comerá. No digamos el ensayo, que apenas llega de media a los 1.000 ejemplares, siendo las excepciones aquellos que en un momento dado se apoyan en redes sociales, realizando en las mismas un trabajo ímprobo, que en muchas ocasiones no resulta remunerado satisfactoriamente.

“Sin embargo, el fenómeno editorial está en auge”, te cuentan algunos popes de la edición, cuidando más sus intereses que los del autor, quizá por la existencia de un campesinado literario que sólo desea ver publicado su libro. Escritores que hacen bulto, a los que cada vez más se explota desde diversos entramados editoriales donde se habla de edición compartida, coedición, curso para mejorar la escritura, etc., cuando en realidad tan sólo es, en muchas ocasiones, una desafortunada estafa.

Sin hablar por otra parte de los contratos de derechos de autor, donde cada vez más se buscan las artimañas los editores, incluidas las grandes editoriales, para no pagar los derechos de autor como es debido. Algún día quizá deberían salir a la luz algunos de esos contratos que se ofrecen de una manera vergonzosa con el propósito de engañar a quien honradamente ha escrito un texto que más o menos intenta sacar a la luz.

En mi caso soy un campesino, ya sin ánimos e ínfulas de prestigio, con más de 14 títulos publicados y otras que saldrán, tengo claro cuál es mi modesto nicho. Por lo tanto, he aceptado que seré un campesino literario toda la vida. Pero me entristece enormemente ver como muchos escritores noveles siembran de palabras las hojas en blanco, con el propósito de alcanzar el olimpo de las estanterías, sin que les merme el exiguo capital del que disponen y se van llevando chasco tras chasco cuando se enredan, los enredan, en fraudulentas transacciones económicas donde les prometen el “oro” que al final tan sólo se queda en plomo.

Claro que existe optimismo en las editoriales, sobre todo en algunos grupos editoriales que controlan la cadena de producción, la de distribución y la de venta, y en el caso de algunos hasta de la difusión. En una ocasión vi como en una cadena de librerías de primera fila en España, perteneciente a un grupo editorial potente, se relegaban a las estanterías los libros de una autora que había sido galardonada ese año con el premio Princesa de Asturias de las Letras, sencillamente porque en este país la editorial que la llevaba no estaba en dicho grupo.

Entender que esto es un negocio y que algunos somos tan solo campesinos, nos ayudará a darnos cuenta del lugar que nos corresponde. Y si en alguna ocasión nos toca la flauta, pues bienvenidos seamos a esta ratonera literaria de la que algunos llevamos presos ya más de 30 años.

Gabriel Carrión, escritor.

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