LA ESPAÑA VACIADA

Las cuatro ventanas de la casa se cerraron. La puerta del patio se tapió, y la entrada principal se ha remarcado con yeso y se ha colocado una reja bastante gruesa. Dentro, los muebles que quedan, casi todos herencia familiar, se han tapado con las sábanas del ajuar de la abuela que jamás se estrenaron porque pesaban mucho.

Subidos en el coche, el matrimonio llora. Empaquetadas entre el asiento trasero y el maletero de su viejo Peugeot, está el resumen de más de sesenta años viviendo en esa casa. Junto a la vieja televisión que albergaba la gitanilla con traje de ganchillo, se posan los recuerdos que los nietos trajeron de sus viajes de fin de curso y de las vacaciones en Benidorm o en Málaga; y todo bien empaquetado, después de una rigurosa selección porque siempre se puede llevar más en el corazón que en el coche, emprenden el camino del sollozo hacia otro pueblo a cuarenta kilómetros del suyo.

Por su edad, el matrimonio necesita un médico cerca, un ATS, gente que esté pendiente de ellos, aunque sea pagando. Pero es que en el pueblo apenas quedan doce vecinos y solamente se dispone de una botica semanal, un furgón de la caja de ahorros los días 1 y 15 del mes durante una hora para sacar la pensión y un panadero que se hace cuarenta kilómetros para llevarles el pan que congelan para que aguante los tres días que tarda en volver.

Ya no queda un bar abierto de los tres que llegó a tener el pueblo, no hay tiendas porque no merece la pena el negocio y apenas se sacaba para pagar los impuestos y el autónomo, el cine cerró y al poco se cayó el techo que endeble se sostenía con cañizo. La iglesia solo aguanta la estructura principal donde D. Cosme acude a decir misa una vez al mes.

El pueblo está muerto, y muere cada vez que alguien empaqueta y se marcha, porque allí no se puede vivir, porque no hay nada y casi no hay nadie.

Han alquilado un pisito de dos habitaciones que les cuesta las tres cuartas partes de las dos pensiones, y sumado a la ayuda que dan sus cuatro hijos a partes iguales, esperan poder vivir, aunque la morriña de su origen y los recuerdos hacen más heridas que las que ya tienen sus cuerpos.

Nadie apuesta por renacer lo que un día fue el reino, las administraciones piensan en los votos y claro, tan poca gente no cuenta.

Esperemos que más pronto que tarde seamos conscientes de lo que estamos perdiendo, del grito del pescadero con su furgón por las calles, del cartero que se sentaba junto al abuelo en la puerta para que le contara historias de la guerra, de la vecina que oteaba por la ventana para ver de quien era el coche que acababa de pasar, los juegos de los niños frente a la fuente y el pastor que recogía el rebaño a la puesta del sol. Y, sobre todo, del tú a tú, del conocerse todos y quererse, de cuidarse y animarse.

Todos hemos sentido esa nostalgia que nos hace odiar el asfalto y deseos de romper las farolas para ver mejor las estrellas. Y todo por unos cuantos que nunca fueron de un pueblo.